Palabras de bienvenida al XXXVII Coloquio Internacional Máquina Productora de Silencio: La Improvisación en y más allá de la Música y las Artes, leídas el lunes 24 de junio del 2024 en la Fonoteca Nacional de México.
Texto por Ricardo Lomnitz Soto
Discurso de bienvenida: Máquina Productora de Silencio
Ricardo Lomnitz Soto
Antes de comenzar, quisiera agradecer a todas las personas que han hecho posible este encuentro. De manera particular, va mi más grande agradecimiento a todas las personas que trabajan en la Fonoteca Nacional –el Dr. Tito Rivas; la Dra. Ana Lidia Domínguez; Mirna Castro; Rubén y todas las personas que conforman el equipo técnico–. Asimismo, quiero agradecer a l_s miembros del Consejo de los Estudios de la Improvisación, con quienes tengo la fortuna de dialogar y aprender todo el tiempo. Finalmente, agradezco a todas las personas que trabajan en mi actual casa intelectual, 17, Instituto de Estudios Críticos, empezando por Benjamín Mayer, quien hace un año y medio me invitó, de manera absolutamente imprevista para mí, a embarcarme en esta travesía signada con el término de estudios de la improvisación.
He de confesar que, para entonces, se trataba de un campo absolutamente desconocido para mí, lo cual lo volvía más atractivo, pero que respondía a búsquedas y preguntas que venía haciendo y planteando desde hace tiempo. Y es que, en realidad, mi vínculo con la improvisación y las inquietudes propias al campo de los estudios críticos de la improvisación es muy antiguo. No sólo recibí una educación musical y no musical en la que mis mejores maestr_s me invitaron siempre a improvisar –Pablo Anguiano y Paulina Derbez–, sino que además en mis estudios universitarios en la licenciatura de Filosofía me interesé por pensar la politicidad de la música, desde una perspectiva performativa. Me parecía que al sustituir la pregunta del significado de la música, por la de sus efectos se resaltaba sus funciones políticas. Influido por las ideas del musicólogo Alejandro L. Madrid, consideraba necesario preguntar por aquello que la música hace y le permite hacer a la gente para poder comprender sus funciones políticas-sociales cabalmente. Frente a la amplitud (inabarcable) de este tema, decidí concentrarme en la obra –manifiestamente performática y performativa– del músico norteamericano John Cage, que me llevó a interesarme en la politicidad ya no sólo de la música, sino de la escucha, el sonido y, por supuesto, el silencio. Pese al declarado disgusto de Cage por la improvisación, su actitud crítica frente a la tradición occidental –que, para entonces, yo ya había experimentado como limitante, en mi paso por el conservatorio–, y su proceder deconstructivo frente a ella, informan buena parte no sólo de lo que l_s libres improvisador_s hacen, sino que contienen preocupaciones sumamente cercanas a las de los estudios críticos de la improvisación en general. Dicho esto, paso entonces a entrar propiamente en materia.
Si no se espera, no se encontrará lo inesperado; puesto que lo inesperado es difícil y arduo.
Heráclito, Fragmento 18.
Me ven delante de ustedes con un bonche de hojas, que seguramente leeré. Probablemente supondrán –he de decir, de manera correcta– que hablaré sobre improvisación. Pero… ¿no se presenta ahí algo chocante? ¿No es acaso una infidelidad para con la improvisación, comprendida ésta como una práctica vinculada con lo incalculable, lo vivo y el “presente”, el recurrir a un medio estático para abordarla? Ahora volteo a verl_s a ustedes, l_s escucho, y algo le pasa a este texto…
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Parafraseando a Walter Benjamin, al hacer esta pausa algo de lo real ha horadado la página que cargo entre mis manos. Una de las posibles maneras de nombrar esa distancia entre lo que he escrito y mi lectura –acto que posibilita que las palabras pasen de un plano estrictamente virtual, estático, a uno material, siempre cambiante–, es precisamente la improvisación.
El cuestionamiento que hago sobre la posibilidad de hablar acerca de la improvisación se halla íntimamente vinculada con el cuestionamiento de Derrida acerca de la posibilidad de decir el acontecimiento. De hecho, en la caracterización que el filósofo argelino hace de éste en su conferencia Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento (1997), encontramos varios elementos que son también atribuibles a la improvisación: el tener un carácter inanticipable; provocar la sorpresa; el ser “lo que viene, lo que llega u ocurre” y el ser aquello que “no espera, donde no se puede ya esperar, donde la venida de lo que llega interrumpe la espera”. En ese sentido, no resulta irrelevante la insistencia en aquella conferencia por parte de Derrida que lo que está realizando es una improvisación.
Este interés por el tema también se expresa en cierta entrevista que dio en 1982, donde el autor argelino planteó que improvisar es hasta cierto punto imposible, pues, desde una perspectiva lacaniana, necesariamente somos hablados por tramas sociales pre-escritas, sin las cuales nuestros enunciados y acciones serían ininteligibles. Lo realmente interesante, es que para Derrida el que sea algo imposible, no hace que carezca de importancia. Por el contrario, considera que se trata de un imposible por el que hay que luchar. En Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento, el filósofo argelino redondea tal idea al caracterizar de posible-imposible el enunciar el acontecimiento. Esta situación paradójica se debe a que, mientras el acontecimiento tiene un carácter necesariamente singular y, por ello, excepcional, el habla es por definición iterable, por lo que todo acto de decir el acontecimiento deberá recurrir a la generalidad del lenguaje. Dicho de otra manera, decir el acontecimiento es tratar de captar lo singular mediante lo general; lo excepcional por lo normado. Para Derrida esto es, por lo mismo, una imposibilidad pero que, pese a todo, sucede –teniendo el lenguaje incluso la capacidad para producir acontecimientos–. Así, este decir habita un espacio liminal, imposible-posible, que el filósofo vincula con el «quizás» nietzscheano.
Precisamente en este coloquio estaremos habitando ese espacio limítrofe, incómodo para el saber universitario tradicional, al tratar de hablar sobre algo tan elusivo para la teorización y simultáneamente tan cotidiano como lo es la improvisación. Durante los próximos días tendremos el enorme placer de escuchar a distinguid_s profesionales provenientes de múltiples campos de estudio –el psicoanálisis, la filosofía, el teatro, la gestión cultural, el performance, la literatura, la música y la sociología, por nombrar algunos– discurrir sobre su ontología, su ética y política, sus funciones organizacionales, subversivas y subjetivantes, así como sus vínculos con la tecnología y lo vida no humana. Tendremos, además, la oportunidad de escuchar, ver (quizás incluso de oler y sentir con la piel) varios actos artísticos, así como de conversar con profesionales de la improvisación acerca de lo que hacen, lo que (les, nos) pasa cuando lo hacen y los modos en que lo hacen.
En un mundo que pareciera volver a ceder al ilusorio sueño de querer calcularlo todo, en el que los autoritarismos se multiplican y la catástrofe ambiental nos demanda una rápida capacidad de respuestas colectivas, la pregunta por la improvisación pareciera volverse urgente. Este encuentro es, pues, una invitación a pensar en colectivo; contribuyendo a instalar en español los estudios críticos de la improvisación, en tanto práctica/noción útil para cuestionar y deconstruir binarismos esenciales a la modernidad (como innovación vs tradición; colectividad vs individualidad; producto vs proceso), así como para detonar nuestra imaginación de alternativas sociales, donde toda diferencia sea acogida.
Si nos parece importante pensar la improvisación, es porque se trata de una práctica fundamental para la vida (social y biológica, humana y no-humana), que posibilita generar respuestas creativas frente a panoramas imprevistos y cambiantes. En el caso de las artes –y, en particular, de la libre improvisación y el free jazz–, lo que nos interesa es su capacidad para ofrecernos ejemplos de formas de relacionarnos otras, en la que no sólo se acepta, sino que se produce, la diferencia en entornos colaborativos an-árquicos, que imposibilitan lecturas unívocas. Nos interesa también la producción de situaciones im-previstas, nombrando con esto no sólo eventos que nos pillaron desprevenid_s, sino que se hallan fuera de toda posibilidad de cálculo. Así pues, lo que nos interesa es pensar en colectivo el hiato que irremediablemente separa los planes y la vida; las ideas y la experiencia; el texto y su lectura. Espacio donde, para Lacan, se juega la subjetividad, en tanto efecto de flujos que habitan un espacio límite, jamás plenamente cognoscible, ni anticipable –el inconsciente–, sino sólo interpretable mediante la lectura de sus efectos (i.e. síntomas).
Ahora bien, ¿cómo se vincula la práctica improvisatoria con el título del coloquio –“Máquina productora de silencio”– y qué son exactamente los estudios críticos de la improvisación? De inicio, pareciera haber una tensión entre la palabra máquina y la improvisación. Mientras la primera suele llevarnos a pensar en un conjunto de piezas que, por medio de una repetición automatizada, producen algo, con la segunda nos imaginamos un acto de libertad, de naturaleza creadora. Si nos vamos a la música libremente improvisada, pareciera ensancharse la distancia: productividad por un lado, gozo lúdico por el otro; reproducción contra evanescencia; funcionalidad contra indeterminación; etc. Sin embargo, no es esa la noción de máquina que nos interesa.
Deleuze y Guattari plantean una oposición entre los aparatos estatales y, lo que llaman máquinas de guerra. Caracterizan a éstas como un conjunto de elementos que logran fugarse de la lógica del capital –que, siguiendo la lectura que l_s infrapolíticos hacen de Badiou, podemos caracterizar de estar operando a partir del principio de “equivalencia general”, el cual aplana todos los valores sociales, culturales, estéticos, y todo rasgo distintivo de las cosas, por medio del valor de cambio–. Por su parte, las máquinas de guerra producen diferencia, singularidad, así como flujos de deseo que no responden a los esquemas de deseo producidos por el capitalismo.
Pasemos entonces al segundo elemento que conforma nuestro título: el silencio. En su libro El Silencio (1997), el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton sostiene que nos encontramos en una época “ruidosa”, en la que el silencio puede jugar una función de resistencia. De manera particular, vincula el ruido con los medios de comunicación que, según el antropólogo, habrían instalado una lógica de constante enunciación de “lo que sucede”, pero sin verdadera escucha, ni pausa alguna. Para Le Breton, la modernidad pareciera temerle al silencio –al que concibe como un vacío–, realizando un monólogo continuo como medio para protegerse de éste. Sin embargo, Le Breton nos recuerda que, para que la palabra pueda tener peso, es imprescindible la escucha, la cual a su vez requiere silencio. Efectivamente, sin éste no hay posibilidad de “interioridad”, ni de asumir la responsabilidad de nombrar y denunciar aquello que tiene que serlo: las violencias y horrores de nuestro tiempo. Susan Sontag plantea una idea similar en su libro Ante el dolor de los demás, al argumentar que el exceso de imágenes e información sobre las diversas catástrofes y violencias que suceden a lo largo de todo el planeta más que fomentar una conciencia política que pase a la acción, resulta en una parálisis colectiva. En sus palabras, se trata de la fotografía –y yo añadiría la información– usada como “terapia de choque”.
Siguiendo estas ideas, podemos plantear una distinción entre el silencio, como umbral que posibilita el pensamiento, la música y la poesía; y el silenciamiento, comprendido como acto de dominación o ejercicio de poder. El planteamiento de Le Breton también nos permite darnos cuenta que el silenciamiento puede llevarse a cabo por medio de dos vías: la censura o la proliferación “ruidosa” de información. De la misma manera en que la potente luminosidad de los reflectores vuelve invisible la luz de las luciérnagas –para retomar la imagen poética-vivencial de Pasolini, que Didi-Huberman retoma y elabora en su libro La supervivencia de las luciérnagas–, el exceso de comunicación pareciera acallar, es decir, producir silenciamiento. La búsqueda de generar silencio –concebido como un espacio-tiempo que posibilita la escucha y, con ella, un habla cargada de sentido–, adquiere entonces un carácter no sólo (infra)político, sino también crítico.
Si la improvisación puede ser comprendida como una máquina productora de silencio se debe a que genera espacios-tiempo donde la escucha es central –y acá no me refiero a la escucha como mero acto fisiológico, sino como una acción, que supone una apertura y atención plena a lo que pasa–. Además, si seguimos a Le Breton en que “el silencio no es una sustancia sino una relación” –en cuanto fenómeno polisémico, cuyos sentidos y funciones son siempre contextuales–, la improvisación se revela como una práctica ante todo vinculante.
Vayamos, pues, a nuestra segunda pregunta: ¿qué son los estudios críticos de la improvisación? Para contestar esto, resulta útil hacer un breve recorrido por su historia.
Pese a ser una práctica musical transversal a todas las culturas y épocas históricas, es reciente la escritura de textos dedicados a su estudio. Resulta sintomático que, en el no tan lejano año de 1992, Derek Bailey escribía: “La improvisación disfruta de la curiosa particularidad de ser tanto la práctica más extendida de las actividades musicales, como la menos reconocida y comprendida.” El improvisador y escritor inglés adjudicaba dos razones a tal descuido. Por un lado, señalaba que se trata de una práctica que, por su propio dinamismo, es “demasiado elusiva al análisis y la descripción precisa”, lo que la vuelve “esencialmente no académica”. Por otro lado, Bailey subrayaba la mala fama que tenía –o tiene– para la mayoría de la gente, que habitualmente la concibe como algo que se realiza “sin preparación y sin consideración, una actividad completamente ad hoc, frívola e inconsecuente, que es insuficiente en su diseño y método”. Por eso mismo, señala que en muchas tradiciones improvisatorias musicales de tipo idiomáticas, l_s músicos no se asumen como improvisador_s, sino simplemente como jazzistas, soneros, intérpretes de flamenco, etc. Ajay Heble, Daniel Fischlin y George Lewis comparten esa opinión, sugiriendo que la incomprensión hacia la improvisación es resultado de concebirla como algo hecho sin pensar. Para estos autores, la gravedad de esto es que perpetúa una ceguera frente a la función social crítica que la improvisación cumple, dado que las comunidades marginadas siempre han hecho un gran uso de ella como manera estratégica para re-apropiarse de la tradición y hacer uso de las herramientas a su alcance. Así, descuidar la improvisación supone no atender aquellos saberes encarnados que siempre le han permitido a las comunidades más vulnerables sobrevivir, perdiendo la oportunidad para aprender habilidades urgentes de ser desarrolladas a una escala global.
Según el etnomusicólogo Bruno Nettl –considerado como uno de los pioneros de los estudios académicos acerca de la improvisación en el siglo XX–, el primer esfuerzo por tratar de englobar los distintos estilos de improvisación propios a la música occidental de concierto en una sola noción fue realizado por el académico húngaro Ernest Ferand en 1938. Sin embargo, como han argumentado George E. Lewis y Benjamin Piekut, desde el siglo I –con el texto Instituto Oratoria de Quintiliano– se han escrito obras que abordan el tema en otros campos; particularmente la oratoria y la retórica. En todo caso, en los años sesenta del siglo XX se incrementaron notablemente los estudios etnomusicológicos de la improvisación, con un enfoque comparativo de las distintas tradiciones culturales. Un poco más adelante, a mediados de los setenta y principios de los ochenta, la aparición de la llamada “nueva musicología” (“new musicology”) supuso un abordaje de la improvisación más cercano a la historia cultural, así como una apertura al estudio de la improvisación en la música popular y en la(s) música(s) experimental(es).
Fue a partir de los noventa que los estudios críticos de la improvisación comenzaron a consolidarse como un campo de estudios como tal. Una de las diferencias más importantes frente a los tratamientos académicos anteriores es que la improvisación dejó de ser considerada exclusivamente como una práctica artística, para en cambio pasar a ser, en palabras de Lewis, una noción desde la cual “interrogar la condición humana” En ese sentido, la aparición del campo supuso un desplazamiento de un abordaje disciplinar, a uno de carácter inter– o incluso pos- disciplinario. Esto resulta interesante porque evidencia la naturaleza incómoda de la improvisación para el saber académico. Y es justamente ese carácter residual con respecto al saber (o discurso universitario), lo que la vuelve tan interesante para un instituto (pos-universitario) como 17.
Un acontecimiento fundacional para los estudios críticos de la improvisación fue la organización de la conferencia “Improvising Across Borders: An Inter-Disciplinary Symposium on Improvised Music Traditions”, concebida por Dana Reason –estudiante del posgrado en Música de la UCSD– y organizada junto con Michael Dessen y Jason Robinson. El coloquio tuvo la otrora novedosa característica de combinar presentaciones artísticas con ponencias, impartidas tanto por académic_s como por practicantes de la improvisación. Entre los temas abordados destacan la política de la recepción, las implicaciones sociales y políticas de las tradiciones improvisatorias, el papel del cuerpo y el género, así como la relación entre improvisación y la pedagogía (musical o no).
Otro acontecimiento fundacional fue la organización en el 2002 de un grupo de investigación en el Instituto de Investigaciones en Humanidades de la Universidad de California, conformado por Susan Leigh Foster, George Lewis y Adriene Jenik. Su proyecto de investigación, intitulado “Global Inventions: Improvisation in the Contemporary Performance Arts”, buscaba dar cuenta de cómo ciertas prácticas improvisatorias producen concepciones otras de la identidad, la historia y el cuerpo; su vínculo con la producción de estéticas en contextos poscoloniales; y las maneras en que la improvisación produce conocimientos que posibilitan imaginar formas distintas de organización social, poniendo énfasis en la agencia, la subjetividad y la diferencia.
Fueron dos los aspectos de esta iniciativa que podemos denominar como críticos con respecto a los estudios anteriores sobre la improvisación. En primer lugar, l_s investigadores comprendían las prácticas improvisatorias artísticas como actos subversivos que cuestionaban jerarquías tradicionales, imposibilitaban narrativas totalizantes, empoderaban a la audiencia y ejemplificaba modelos (muchas veces de corte utópico) para relaciones sociales, económicas y políticas. Más importante aún: el grupo consideraba que las definiciones y los estudios hasta entonces realizados en torno a la improvisación eran demasiado estrechos, al limitarse al mundo de las artes. Había que dar el salto a lo social-político: lo más-allá-de-las-artes.
Un trabajo importante en ese sentido fue el libro “Creativity and Cultural Improvisation”, editado por l_s antropólogos Tim Ingold y Elizabeth Hallam en 2007. En este trabajo, Ingold y Hallam argumentan que la improvisación es nuestra manera de relacionarnos con la cultura (e incluso de asegurar su supervivencia), en cuanto se trata de una estrategia para lidiar con todo lo que escapa de los sistemas de normas sociales. Yendo más lejos, l_s antropólogos argumentan que la improvisación presenta un modelo de la creatividad que resulta contrario a las concepciones habituales que se tienen sobre ésta, comprendida meramente como “innovación”. Consideran que esta concepción de la creatividad –central para el discurso capitalista y, en general, para el discurso de la modernidad– proviene de una interpretación retrospectiva de los actos creativos, lo cual acentúa sus productos y se considera justificada para adjudicar la innovación a individuos particulares. En cambio, la noción de improvisación supone abordar las experiencias creativas en tanto procesos relacionales y generativos, mediante los cuales se produce diferencia a partir de la combinación de elementos previamente existentes. Así, la innovación no es pensada como un acto individual y ni siquiera de ruptura, sino como una variación producida por todo un ecosistema o red conformado por agentes humanos y no humanos.
El concentrarse en las características de la improvisación les permite a Ingold y Hallam realizar un trabajo deconstructivo, que cuestiona dicotomías típicas a la modernidad, como lo son creatividad-imitación; repetición-diferencia; tradición-innovación; individuo-colectivo; sujeto-objeto; etc. En ese sentido, escriben: “(…) la improvisación comprendida como nuestra manera de actuar cotidiana se halla ‘tan distante de la creación de novedad impredecible como lo está de una simple reproducción mecánica de las condiciones iniciales’” Con esto, Ingold y Hallam simultáneamente solucionan el problema de la dicotomía innovación-tradición, mostrando que es un falso problema, al tiempo que desplazan (o deconstruyen) el fetiche que es la noción de “novedad”.
El recorrido que hemos hecho ha evidenciado que la improvisación tiene lo que podríamos denominar una naturaleza negativa. Con esto no me refiero exclusivamente a que se trata de una práctica/experiencia que se mantiene al margen del saber, sino también a que contiene una potencia crítica al poner en problemas varias nociones centrales de la tradición filosófica occidental –que evidentemente no está acostumbrada a pensar en términos de procesos indeterminados–.
En los territorios de la ñ, improvisólogos como Diego Kohn, Wade Matthews y Ricardo Arias le han asignado esa misma naturaleza crítica a la libre improvisación musical. Como bien señala Kohn, no es casualidad que dicha práctica artística se haya constituido como tal en la década de los 60, justamente cuando se estaban elaborando las llamadas filosofías de la diferencia (i.e. Derrida, Deleuze, Foucault, Lyotard, etc). Para Kohn la libre improvisación tiene un carácter “deconstructor”, en la medida en que desmonta los principios propios a la tradición occidental, de donde surgió. Entre sus consecuencias más importantes está la producción de una escucha otra, ya no de carácter estructural (o formal) sino subjetivante –en tanto posibilita escuchas singulares, no regidas por un principio rector, jerárquico, como la tonalidad–, diferencial –es decir, que atiende lo singular del sonido en tanto experiencia corporal, no mental– y relacional –pues, como observa Wade Matthews, “En la libre improvisación, las relaciones más importantes se establecen, no entre los sonidos, sino entre los músicos.” Así, podemos afirmar que la libre improvisación es una práctica infrapolítica en tanto capaz de generar una coexistencia de elementos diferentes sin caer en totalizaciones.
Ahora bien, es importante señalar que, aunque es cierto que la libre improvisación supone una búsqueda por lo inédito, esto no necesariamente supone ceder ante el fetiche moderno de la novedad. De hecho, implica un juego combinatorio, donde la aparición de elementos previamente existentes en contextos y relaciones im-previstas, produce un acontecimento:
Es posible, incluso inevitable que cada uno como individuo esté utilizando material que conoce, variándolo y desarrollándolo de maneras nuevas, pero no creándolo ex nihilo. Sin embargo, la combinación de los distintos materiales es realmente imprevisible, no corresponde automáticamente al gusto ni a la memoria de ninguno de los improvisadores participantes, y lleva a que el material de cada uno se escuche en un contexto que cambiará inevitablemente su significado, máxime cuando recordamos que en toda música, el significado de los sonidos no es absoluto, ni referencial (como sería el caso de las palabras), sino relativo, íntimamente ligado a su contexto.
Derrida se halla en línea con esta idea, cuando, dialogando con Ornette Coleman acerca de la improvisación, le señala que ésta es un acto que permite la “creación de algo nuevo”, sin excluir la “trama pre-escrita que lo hace posible.” Así, lo que la improvisación vuelve patente es la posibilidad de la producción de diferencia desde cierta repetición, cuestionando las concepciones de corte teológico sobre la creación para en cambio pensarla como motor de toda la vida. No por nada, Ingold y Hallam citan a Bergson, quien para 1907 ya había argumentado que la evolución es creadora, lo cual supone concebir la creación como un proceso en continua operación y no como una ruptura surgida ex nihilo. Más aún, supone un desplazamiento de la noción típica de la materia, que lejos de ser concebida como algo inerte y pasivo, es pensada en términos de mutabilidad y agencia –lo cual, como ha argumentado Thomas Nail, es propio a una tradición de pensamiento subterránea en occidente –el materialismo cinético–, que inicia con la cultura minoica y se expresa en figuras como Lucrecio, Marx, Deleuze e incluso Virginia Woolf–.
Para concluir, me gustaría señalar dos otros rasgos que emparentan la improvisación con la teoría crítica. Por un lado, la importancia que tiene en ella la pregunta por lo posible –que, como bien resalta Derrida, ha recorrido la filosofía crítica desde Kant–. Por otro lado, su conciencia de no ser sino una tentativa, en tanto actividad efímera, que afirma lo perecedero y, por lo tanto, la vida.
Acerca de la relación con la pregunta por lo posible, resulta importante hacer una mención al libro The Fierce Urgency of Now (escrito por Ajay Heble, Daniel Fischlin y George Lipsitz en 2013). A partir de la pregunta por el vínculo entre la justicia y la improvisación –y, de manera más específica, a partir de un cuestionamiento sobre las relaciones existente entre el movimiento de los derechos civiles en EEUU y el free jazz–, los autores señalan que la improvisación es una práctica de exploración de las posibilidades, asumidas de manera colectiva. Más aún: se trata de desplegar lo que puede ser a partir de lo que es o, en palabras de Sun Ra, de probar lo imposible, frente al agotamiento de lo posible. Así, supone lo que los autores llaman una “política de la esperanza” (“politics of hope”), en el que la vida no sólo es asumida como posibilidad, sino que la improvisación es pensada como una práctica que apunta al porvenir (comprendiéndolo, con Derrida, no como el mero paso de lo futuro, sino de algo inanticipable: un imposible que se vuelve posible).
A su vez, la conciencia de la improvisación como práctica necesariamente efímera, permite vincularla con el ensayo literario, tradición que según Theodor Adorno es la forma escritural adecuada al pensamiento crítico. Si esto es así, es porque el ensayo es consciente que lo que realiza no es más que una tentativa de pensamiento, necesariamente falible y provisional, que atiende la singularidad de los fenómenos y la experiencia, a la vez que renuncia a la abstracción totalizante propia a los viejos grandes sistemas. Yendo más lejos, Adorno señala que la búsqueda del ensayo es la de “eternizar lo perecedero”, a partir de una escritura que “no se cierra ni termina” sino de manera arbitraria. El ensayo también comparte con la improvisación el vínculo con el juego y lo azaroso, respondiendo, en palabras de Adorno, a la “espontanedidad de la fantasía subjetiva”. Más importante aún, tiene un carácter (infra)político en tanto rehuye de la pretensión de reducirlo todo a un principio: “[el ensayo] es radical en el “no radicalismo”, en la abstención de reducirlo todo a un principio, en la acentuación de lo parcial frente a lo total, en su carácter fragmentario.” La libre improvisación musical comparte tal radicalismo al suponer la posibilidad de una armonía sin centro tonal alguno, comprendida simplemente como la coexistencia de sonidos, ruidos, silencios, personas y demás agentes.
Abramos pues nuestra escucha al silencio. ¿Pueden ya escuchar, como diría Pauline Oliveros con las plantas de sus pies, el estruendoso silencio de esta máquina? En ese umbral –el silencio–, que más que vacío, es matriz de lo real, el campo de lo posible se ensancha. Al improvisar lo imposible se vuelve posible, haciendo coincidir la imaginación con el hacer. No hay metáfora social en la improvisación, pues es concreta. Pensar con y desde la improvisación es situarnos desde la inmanencia, frente a toda trascendencia. Es también asumir la potencia crítica de la carnavalización, en cuanto implica un ludismo subversivo y una lógica intersticial, de lo entre-cuerpos.
Entreguémonos pues a pensar la improvisación. Aquella práctica enigmática y cargada de futuro que, sin darnos cuenta, hemos estado haciendo desde que nacimos. Volvamos a aprender a gatear, avanzando a tientas, mientras balbuceamos la ñ –aquel significante que indica singularidad y extrañeza–. Pensemos desde el asombro: aquel espacio donde lo incalculable nos toca e interpela.