La improvisación en proceso
Bennett Hogg
Traducción de Alejandro Espinoza.
Introducción
La improvisación y el proceso de justicia social son prácticas culturales cuyos puntos de arribo, una vez iniciado cualquier proceso individual, permanecen desconocidos. En efecto, si el resultado de una iniciativa de justicia social estuviera determinada de manera previa al desarrollo de su proceso, se pensaría que su juicio fue sesgado, no habiendo seguido un debido proceso.1 En este artículo, planteo que la improvisación musical y la justicia social comparten varias prácticas y preocupaciones, algunas de forma más explícita que otras. De manera particular, exploraré las maneras en que los procesos de improvisación y de justicia social pueden interrogar y desafiar las respectivas ontologías de la “obra musical” y de la “ley”, y a partir de este análisis, caracterizaré ambas como “mediaciones” más que como aplicaciones de categorías a priori. Para complementar lo anterior, también examinaré algunas condiciones específicas de la escucha, así como las maneras en que la escucha podría ser configurada de modos distintos, en la medida en que dicha examinación tiene efectos sobre nuestro entendimiento de la escucha tanto en la práctica musical como en el de la justicia social.2
Sin embargo, es importante estar conscientes de los problemas que supone englobar una abstracción dentro de otra. Aunque el análisis (pos)estructuralista puede ser útil para especular en torno a las interrelaciones existentes entre patrones percibidos, las armonizaciones que pueden encontrarse entre fenómenos no deben marginar las disonancias significativas que también deberían llamar nuestra atención. Las semejanzas estructurales no son suficientes: la improvisación y los juicios legales no son abstracciones a ser subsumidas una en la otra, sino prácticas culturales concretas. Las semejanzas aparentes, por lo tanto, no deben ser simplemente aceptadas como conexiones de facto, sino que deberían iniciar una interrogación más profunda sobre aquellos fenómenos que están siendo investigados.
Los juicios legales afectados por estereotipos raciales, de clase o de género pueden destruir vidas, pero pocas vidas son arruinadas por la improvisación musical. De hecho, para muchos improvisadores libres la noción de una “mala” improvisación evoca ideologías comerciales dañinas relacionadas con la habilidad técnica. En última instancia, la libre improvisación valora lo colectivo (i.e. la cultura en su sentido más amplio) por encima de cualquier actitud absoluta e individualista, y establece un espacio de encuentro para una negociación cultural y social frente a las estructuras del poder, mayormente no negociables, que fortalecen la norma y restringen la identidad a partir de la clase, raza, género y sexualidad. No obstante, un improvisador que nunca se haya sentido dominado o marginado, es probablemente una criatura muy poco común. Adicionalmente, aunque la libre improvisación cuenta con expertos que han obtenido un estatus social elevado, yo mismo he tocado con artistas como Evan Parker, Steve Beresford o Eddie Prévost (una situación que sería inconcebible para un amateur de la música clásica, el rock o el jazz). A diferencia de las prácticas culturales más profesionalizadas, la música improvisada sigue siendo inclusiva, despreocupada acerca de cómo la habilidad técnica musical es juzgada en otras instancias.3
Christopher Small concibe la tradición de la música de concierto como la apoteosis de un proceso de profesionalización, que ha limitado la experiencia musical a un consumo estrictamente ritualizado de obras musicales y simultáneamente generado un severo y limitante grupo de leyes sobre la organización musical (Small 94-109 y passim).4 Esta tradición nos presenta un modelo de armonía, pero que se mantiene gracias a la obediencia y sumisión a un conjunto de leyes a priori. En sus sueños más desaforados, la improvisación libre ofrecería un modelo para una sociedad justa que incluiría a toda persona que quisiera participar (cabe mencionar que la crítica a la tradición clásica de Small surge, en parte, de sus muchos años practicando la improvisación). Si bien la improvisación no cae en la glorificación irreflexiva de una falta de conocimientos como cuestión de principios (aunque es cierto que algunos de sus practicantes lo hacen), se le concede un espacio apropiado, a diferencia de muchas otras prácticas musicales. Search and Reflect, de John Stevens, por ejemplo, implementa saberes de la improvisación –el significado del gesto, del sonido producido colectivamente; el aspecto de “ser-más-grande-que-la-suma-de-sus-partes” de la música improvisada; la naturaleza local y contingente del sentido musical, generado a través de la participación más que por el consumo— para resistir la idea de que la educación musical se reduce al aprendizaje de obras y técnicas legitimadas, desplegando un programa didáctico alternativo, que está basado en la escucha, la invención personal, el aprendizaje y expresión colectivas, así como una conciencia corporal (“embodied consciousness”) que se desarrolla a través de la experiencia colectiva.
La propuesta de Stevens para desarrollar la creatividad musical se basa en una practicidad visceral pero lúdica, que parte del supuesto de que que tod_s l_s miembr_s de una cultura poseen musicalidad, pero donde el descubrimiento y desarrollo de dicha musicalidad puede ser inhibido por expectativas a priori, tales como la idea de tocar la pieza de manera “apropiada”. El abordaje de Stevens es congruente con las teorías más recientes de la creatividad, basadas en la circulación, descontextualización y recontextualización de “materiales” culturales (ver Toynbee; Born; y Waters). En vez de una mistificación romantizada, según la cual el arte es el dominio exclusivo del artista individual, estas posiciones entienden la creación artística como algo que emerge de la aculturación colectiva.
Aunque he declarado mis reservas en contra de asumir de manera acrítica las semejanzas estructurales, también he defendido su potencial como indicadores de una exploración más productiva. Siguiendo esto, me gustaría explorar cómo los conceptos vinculados a “la obra” en la música (la composición musical existente, supuestamente repetible) pueden entenderse como obstáculos para la improvisación, para luego pensar a partir de este punto cómo la “ley” puede, en ciertas situaciones, operar como una obstrucción estructuralmente similar para la justicia social.
La obra musical
Las posturas en torno a la ontología de la obra musical son innumerables (Pietras y Robinson 552—553; Ridley 206; Talbot; Ingarden) y plantean una gran cantidad de dificultades, una razón que parece explicar por qué se trata de una ideología tan dominante y poderosa, resistiéndose su intangibilidad misma al ejercicio crítico. Para Ingarden (y para Hanslick), la obra es autónoma de cualquier instancia de su interpretación, mientras que otr_s consideran que la obra “sólo existe en la interpretación” (Treitler, 490). Sin embargo, Ingarden se niega a reducir la obra a su forma escrita, mientras que Goodman insiste que “la obra musical es idéntica a la partitura” (citado en Ridley 203).
Levinson se opone a la idea de que las obras musicales pueden reducirse a las “estructuras de sonido” que éstas producen (“What a Musical Work Is” 6). Su argumento, que pasa por alto la limitación de sus observaciones a la música de partitura de la tradición musical de Occidente, depende de una comprensión un tanto conservadora en torno a temas como la originalidad y la autoría, entre otros:
La noción de que los artistas en verdad contribuyen al mundo, en compañía con los pasteleros, los constructores, los legisladores y los constructores de teorías, sin ninguna duda es una idea de raíces profundas, que de ser posible merece ser preservada. La sugerencia de que, en cambio, algunos artistas –y compositores en particular–, solamente descubren o prestan atención a entidades que no tuvieron que ver con su creación es tan contrario a esta intuición básica con respecto a los artistas y sus obras que tenemos una razón poderosa, prima facie, de rechazarla si es que podemos. Si es posible alinear las obras musicales con obras de arte físicamente elaboradas, tales como pinturas y esculturas, entonces me parece que deberíamos hacerlo. (8)
El desarrollo de Levinson en torno a esta idea está basado, además, en una serie de experimentos de pensamiento hipotético que son extremadamente poco probables.
Treitler, sin embargo, es crítico de los experimentos de pensamiento de Levinson y señala que, aunque estas proyecciones tan fantásticas son adecuadas para el discurso abstracto,
esta indagación se ha realizado, paradójicamente, desde una posición histórica muy particular. Y lo que transmite no es la condición existencial de las composiciones musicales en cualquier contexto en virtud de que sean composiciones musicales, sino más bien creencias sobre la condición de un número limitado de composiciones de “alta cultura” de la tradición europea… música del periodo de su “práctica común”, que aún así de ninguna manera es toda esa música (Treitler 484, cursivas en el original).
Para Teitler, dichas indagaciones no se comprometen a elaborar una ontología musical, sino que más bien extrapolan normas de momentos particulares de una vertiente limitada de la historia musical.
Cuando improvisamos, puede ser que estemos haciendo “música”, pero no hacemos, desde mi punto de vista, una “obra” musical. La improvisación libre no necesita, ni es mejor evaluada, en términos del “concepto de obra” (ver también Peters 36-43). En la improvisación libre hay una energía potencial, pero la música surge a través de una concatenación cambiante y dinámica de la memoria, las reacciones, la interacción gestual, la indecisión, la torpeza y el azar; estrategias sonoras e instrumentales sedimentadas durante años y años; un ensamble atento de las posibilidades aportadas por cada un_ de sus participantes. Sugerir que esto da como resultado una obra musical es confundir su sentido propio, así como descartar la posibilidad de establecer una concepción alterna, más progresista, de esta práctica. Podemos hacer una obra improvisando, pero para evitar inhibiciones y distracciones, para realmente explorar todo su potencial en tanto una práctica epistémica, l_s improvisadores necesitan ser capaces de dejar atrás la noción de “obra”. Las improvisaciones siempre están a unos cuantos pasos de ser “obras” en el sentido convencional y esa es precisamente su fortaleza: generan un conjunto de prácticas (“body of practice”), pero sin completitud absoluta, en términos totalizantes.
Para much_s autor_s una “estructura formal cerrada y unificada” es “una de las condiciones recurrentes para el estatus de obra” (Treitler 496, n13). Dicho modelo de ontología musical es de gran resonancia para muchas visiones críticas de la ley y del ejercicio de la justicia. Ramshaw, por ejemplo, establece cierto paralelismo entre la relación del juicio con la ley y cómo la improvisación musical se relaciona con estructuras musicales más formales y establecidas, recuperando la crítica de Derrida sobre la espontaneidad y la invención en la medida que el juicio legal es singular y específico mientras que la ley es universal y general (Ramshaw 6-8).
Para Dahlhaus, el estatus cerrado de la obra expresa una idea históricamente muy persistente: aunque la mayoría de l_s musicólogos encuentran que este concepto surgió junto con las ideas incipientes de la autonomía musical a finales del siglo XVIII (Goehr; Dahlhaus; Treitler; Talbot), se trata de una noción que ha dominado el pensamiento general sobre la música. Parece no existir controversia, por ejemplo, al caracterizar una improvisación como algo “singular, completo y contenible” (Ramshaw 8), pero una definición tan cercana a la idea de la “obra” musical es muy contraria a mi propia experiencia al improvisar. Ya que no hay un texto determinante y las posiciones de escucha de l_s participantes son múltiples y plurales, una improvisación es necesariamente:
-
- Plural. (–“Pienso que tu solo fue muy bueno”. –“¿De verdad? Se sintió incómodo para mí”. –“¿Ese fue un solo? Parecía como si estuvieras en dueto con el bajo”.)
- Abierto. (“Yo no sentí que ya hubiéramos llegado al final”. –“Ay, pues yo pude haber terminado hace diez minutos”.)
- Si no totalmente desbordante o “incontenido” (“uncontained”), al menos sí rodeado de puros límites porosos. (“Había una mujer hasta el frente que estaba muy metida en la música. Yo estaba tocando en sintonía con ella.”)
Dahlhaus también ve la memoria y la reflexión posterior a la experiencia de escucha como una de las maneras en las que una obra musical puede ser conceptualizada en su totalidad:
La objetividad [de la música] se despliega no tanto de manera inmediata sino más bien indirectamente: no en el momento en que está sonando, sino sólo si un escucha, al final de un movimiento o sección, regresa a lo que ha pasado y lo recuerda en su experiencia presente como una totalidad cerrada. (11)
¿Quiere esto decir que una improvisación puede ser una “obra”? Un problema significativo es que una obra debe ser repetible –no literalmente (el argumento de que una obra no puede ser reducida a sus interpretaciones), sino ontológicamente–. Debe haber un “existente” que se sostenga como “la obra”, que no sólo puede repetirse, sino que se determina en gran medida por el hecho de que sea repetible. Para Derrida, ésta es la condición de toda significación: la “iterabilidad”, la condición inescapable para que una invención pueda considerarse invención (5-6). Una improvisación grabada puede reproducirse otra vez, y recordarse, y como tal puede ser vivida retroactivamente en su totalidad, y en ese sentido es repetible. La grabación, o la memoria, sin embargo, no son la improvisación, al menos no más de lo que la pintura de Magritte es realmente una pipa. Una improvisación no puede repetirse y seguir siendo una improvisación: puede convertirse en algo similar a “una obra”, pero ya no será una improvisación.
Algunas cosas dejan de ser cuando son repetidas –las sorpresas, por ejemplo—y una ley no puede seguir siendo justa si es simplemente la re-aplicación de lo mismo a lo distinto. Conforme se acumulan los precedentes, la aplicación modifica la ley, así como la repetición (en conciertos y grabaciones diferentes) cambia una obra musical. La repetibilidad es mutabilidad.
La iterabilidad es un poco distinta: más que hacer que la improvisación sea imposible, en realidad la nutre. Dicha iterabilidad es primordialmente social, no se limita a la persistencia o la repetición de huellas a través del tiempo, sino que siempre está presente en cualquier instancia musical u otro acto sociocultural. En otra parte (“Embodied Consciousness”; “Enactive Consciousness”) he escrito sobre las maneras como l_s improvisador_s llevan consigo una rica historia de experiencias y habilidades encarnadas. En un colectivo improvisatorio, los participantes guardan consigo vastos archivos de memoria, experiencia, destreza e imaginación: un ecosistema mutable en donde la iterabilidad, mas no la repetición directa de obras, es posible.
Ser escuchado
De las discusiones presentadas en el Centro de Investigación de Artes Sonoras (“Sonic Arts Research Centre” o SARC) durante el simposio titulado Just Improvisation,5 la idea que más resonancia tuvo en mí fue la noción de “ser escuchado”. L_s psicoanalistas han sabido desde hace mucho tiempo que un tratamiento psicoanalítico efectivo depende tanto de ser escuchad_ como de cualquier cosa que el/la analista nos diga. Graybar y Leonard, por ejemplo, sostienen que “el mortero de la relación terapéutica es escuchar. Una empatía precisa, ejercida por medio de la escucha trasciende las orientaciones teóricas y conecta muchas psicoterapias exitosas… Escuchar y ser escuchad_ son el eje fundamental del desarrollo psicológico, de la relacionalidad psicológica (“psychological connectedness”) y del tratamiento psicológico… Ser escuchad_ crea… una sensación de coherencia, seguridad, pertenencia y valor” (2-3). Durante la primera mesa del simposio Just Improvisation, la abogada Denisse McBride QC6 mencionó en varias ocasiones que los padres y las madres muchas veces “no son escuchad_s” entre la multitud de “expert_s” que testifican y argumentan los cursos de acción –y que en ocasiones, cuando son escuchadas, las familias tienen sus propias respuestas a sus problemas, pero que “no hay un mecanismo para escucharlas”—.
En varias ocasiones durante el simposio, l_s participantes observaron que los miembros de la familia están más dispuest_s a aceptar un juicio, aún cuando se trate de un juicio negativo, que vaya en contra de ellos, si sintieron que fueron escuchados. Para que un_ se “sienta escuchad_” debe haber cierto nivel de intercambio. Fitzgerald y Leudar subrayan la importancia de la escucha psicoanalítica que se realiza por medio del uso de continuadores (“¿y entonces…?”) e interjecciones sin críticas (“muestras de receptividad” tales como “ya veo” o “ajá”) por parte del/de la terapeuta/escucha. El llamado tratamiento de “silencio” de ciert_s lacanian_s (donde el/la analista no dice nada, para así crear un espacio abierto dentro del cual el/la analizad_ está obligad_ a hablar) parece descartar esta escucha performativa, pero si cambiamos el escenario del sofá del/de la psiquiatra a un músico solista y un escucha, las dinámicas sociales son mucho menos inusuales: una manera en la cual much_s músicos imaginan que están siendo escuchad_s precisamente es cuando el público está sentado en silencio, (aparentemente) absorto. Para mí, esto aporta un ejemplo sugerente para argumentar que las distintas clases de escucha pueden entenderse como estando mediando entre sí.
Un_ habla en un silencio relativo, y luego el sujeto a quien se dirige responde, y dicha secuencia demuestra a l_s interlocutor_s que están siendo escuchad_s. Durante el simposio Just Improvisation, Ellen Waterman delineó de manera concisa cómo integrarse al proceso de improvisación: “Escucha. Reconoce. Responde”. Por supuesto, escuchar y reconocer pueden describir cualquier acto de escucha: el pronóstico del tiempo, “Marte” de Los planetas de Holst, la tetera hirviendo. “Escuchar, reconocer y responder”, sin embargo, genera un ambiente específicamente apto para la improvisación, en el que cada categoría indica actos subjetivos y socioculturalmente organizados. A través de la concatenación de dichas secuencias, múltiples interlocutor_s pueden llegar a sus propios juicios, o una interpretación musical improvisada puede tener lugar. Hasta ahora, la conexión estructural entre la justicia social y la improvisación que hemos planteado se sostiene, pero, ¿qué sucede cuando analizamos las diferencias, igualmente importantes, detrás de este notorio parecido? ¿Qué tipos particulares de escucha ocurren realmente en estos dos escenarios distintos?
Imagina un escenario en el que alguien acusado de abusar de un niño es confrontado por cuatro personas distintas que hablan al mismo tiempo: éste es precisamente el tipo de ambiente sonoro en el que una improvisación se despliega. Es igualmente importante para un improvisador ser escuchad_ (o de lo contrario, ¿para qué participar?) que para un defensor en una corte familiar, pero en mi experiencia, la naturaleza de escuchar y la consecución de ese “ser escuchado” no siempre caen fácilmente dentro del modelo de “escucha, reconoce y responde”, algo que la propia Waterman considera un enunciado reduccionista desde la cual se comienza a pensar la improvisación, más que una representación total de lo que en ésta ocurre. A la fórmula de Waterman yo añadiría un cuarto término: la “anticipación”, aquel momento durante el cual un_ toca algo que funciona con lo que tod_s l_s demás hacen, pero que sucede antes de escuchar su respuesta. Responder puede en realidad preceder a la escucha y aun así “dar en el clavo”, incluso si la aplicación de esta dinámica en el ámbito de la justicia social sería –en el sentido literal—prejuiciosa.
Si el requisito es el silencio atento o la interlocución explícitamente desarrollada, la evidencia de que un_ está siendo escuchad_ puede ser ambigua cuando l_s músicos están tocando simultáneamente. En mis clases de universidad, l_s participantes nuev_s muchas veces se sienten “perdid_s” en las improvisaciones grupales, aferrándose a estructuras de llamado y respuesta para asegurarse que están contribuyendo. Esta ansiedad ocurre mientras encuentran un lugar dentro de la polifonía, un proceso difícil de conceptualizar en discursos más lineales como una conversación o una audiencia legal. En la improvisación musical, ser escuchad_ parece más como la idea de Merleau-Ponty de “lo meloso”, donde lo meloso “se deja agarrar” pero luego “solapadamente, se desliza de los dedos y vuelve a sí mismo”. (46)7 Dicha reciprocidad, en la que un_ siente tanto la miel como la manera en que ésta hace sentir a los dedos de un_, se aproxima a cómo un_ puede sentirse escuchad_ en una improvisación. Más que la respuesta explícita de otr_ músico, es la música misma la que nos reafirma: conforme tocamos, la música que escuchamos cambia, y en este cambio nos sentimos escuchad_s.
Jerrold Levinson (“Musical Expresiveness” 107 y passim) propone que l_s músicos y l_s escuchas sienten en la música una “persona” con su propia agencia, sostenida en la idea de que una expresividad debe ser la expresividad de una persona. Tengo mis reservas hacia una invocación demasiado literal de esta persona, ya que la idea es demasiado antropomórfica, pero la música, especialmente cuando es producida en colectividad, sí parece tener su propia ontología, siendo más que la suma de las contribuciones de sus participantes particulares. La música “en sí” parece convertirse en un agente.
El taller práctico de improvisación musical (“Musical Improvisation Workshop”) que se realizó durante el simposio de Just Improvisation agudizó este sentido de la música que emerge con su propia agencia y ontología, comenzando con una serie de duetos (que se formaron a través de la técnica de relevos) como una manera para que tod_s se presentaran. Esta estrategia es usada frecuentemente en improvisaciones colectivas grandes (como los encuentros de Eddie Prevost en Londres) y, cuando las condiciones son favorables, pueden generar un fuerte sentido de coherencia y conectividad grupal. Sin embargo, también parece suponer implícitamente la idea de que una improvisación a priori es una combinación de elementos discretos más que algo que emerge de y excede los elementos individuales que hallamos en éste. Esta última perspectiva es en realidad como yo vivo la improvisación en grupo, y otras personas en el taller coincidieron en esto: simplemente “sonamos” o “tocamos”, permitiendo que la improvisación surja conforme l_s miembros escuchan, reaccionan y se anticipan a lo que viene. Esta aproximación, donde los individuos forman su propio sentido de una “realidad” musical compleja, se parece al análisis ecológico de Gibson sobre la percepción humana y la cognición: más que un organismo sensible que ensambla información de un “flujo caleidoscópico de sensaciones” (5), el/la músico es un participante en un ecosistema más amplio, donde la percepción del yo y el entorno se convierten en un “proceso de auto-afinación” (Clarke 19, cursivas añadidas).
En el campo de la música, “el enfoque ecológico comprende el aprendizaje perceptual como una diferenciación progresiva, en la que l_s perceptor_s se vuelven cada vez más sensibles a las distinciones al interior de los estímulos de información que siempre estuvieron presentes pero que previamente habían sido inadvertidos” (Clarke 22). Por lo tanto, una estrategia para la improvisación grupal que se toma el tiempo para ver “qué sucede”, y desde la cual los individuos diferencian sus propios espacios para participar, tiene una resonancia más fuerte con la manera en que percibimos el mundo que el modelo atomista de construir a partir de elementos más pequeños. Si trasladamos esta aproximación a un proceso judicial, nos encontramos otra vez con el mismo problema de cuatro personas que hablan al mismo tiempo, sólo que esta vez con un mayor número de personas. No obstante, hay algo que podemos tomar de esta idea. En el panel del simposio Just Improvisation que mencioné anteriormente, Denise McBride QC destacó el peligro de los procesos judiciales que se desintegran en una serie de “expert_s” que disienten, compitiendo por establecer precedentes entre sí, dejando a las personas más concernidas por el proceso –la familia, las víctimas, los abusadores mismos— abandonad_s afuera de éste, sujetos a una simple recolección de datos y un fallo ejercido sin su participación. Por lo general no me gustan las preguntas retóricas, pero ¿podemos aplicar las experiencias musicales (en las que tenemos que arrojarnos, avanzar o insertarnos en una pluralidad de información) en aras a construir otra manera de aproximarnos a la escena judicial (“judicial scenario”)?
En su discurso inaugural, Ellen Waterman sugirió que la diferencia no es un asunto por resolver, sino por negociar. La tradición occidental de la retórica, de afirmar y comprobar un argumento –aplicado libremente en narrativas, documentos científicos, tratados filosóficos y (discutiblemente) en composiciones “clásicas” de Occidente—no pueden mezclarse con dicho principio. La ley familiar debe siempre estar abierta a la improvisación: la ausencia de una “obra” definitiva mantiene la puerta abierta para la negociación conforme cambian las dinámicas interpersonales.
Meditación. En la música y en la justicia
Las herramientas, habilidades y enfoques críticos por los que abogo en este texto no pueden determinarse fuera del entorno en el que son desplegados. En cambio, se condensan por medio de la práctica, y podría decirse que son fenomenológicos más que instrumentales. Como lo plantea Trigg, “la idea común de que la definición precede la exposición” no es un enfoque viable para una indagación fenomenológica:
En vez de atosigar al lector con una definición fija de… términos clave desde el principio, y luego insistir que el lector se acate a esas definiciones en el trayecto, creo que debe regresar siempre [a los] temas [de la indagación], para explorar por siempre sus formaciones y recesiones. (3)
Para ser verdaderamente “colectiva” y “social”, tanto la improvisación como la justicia social no deben alejarse de la complejidad y la contradicción. Una generadora de dicha complejidad es la mediación constante que existe entre las obras, los actos y las tecnologías (desde la escritura, hasta el envío de archivos digitales). La improvisación musical no es un fenómeno singular, completo y contenible, sino más bien una mediación consensuada, colectiva, que atraviesa materiales culturales que pueden incluir obras, reglas, estilos, técnicas y actitudes personales. Una improvisación no necesita ser transgresora, disruptiva o sin precedentes: desde mi experiencia, la mayoría, de hecho, no lo son.
Así como la noción de una obra musical puede dificultar una comprensión más matizada de la improvisación, ¿acaso la noción de “juicio” como la conclusión de un proceso no obstruye también la posibilidad de juicios más completos? La ausencia de una obra puede implicar la ausencia de un marco normativo complementario, pero esto no necesariamente significa que no haya una normatividad presente. Por el contrario, lo normativo está manifiesto en el habitus de la improvisación, y de hecho en la música de una cultura particular. Algunas acciones pueden desencadenar una concatenación de elementos musicales que no son resueltos para la satisfacción de sus participantes (como la mayoría de l_s improvisadores lo reconocerán cuando ocurre dicha circunstancia), pero una improvisación sin éxito, la que “no funciona”, es algo muy distinto a la interpretación fallida o inadecuada de una obra musical. No hay “fracaso” como tal, en parte porque no hay obra con la cual uno se pueda equivocar, sino también porque la experiencia se añade al permanente desarrollo de cada un_ de l_s improvisador_s involucrad_s.
Georgina Born rechaza cualquier sentido de autonomía para obras y prácticas musicales, insistiendo que toda la música existe bajo una forma distribuida y mediada, no desde ninguna clase de condición ontológicamente prístina. Hablando específicamente del jazz, señala que su “ontología es primero que nada material y social” (27), pero esto es verdadero para todo fenómeno musical y cultural: los materiales son realizados sólo dentro de y a través de la acción social. El concepto de obra musical no es erróneo en ningún sentido absoluto o moral, pero simplemente no se sostiene ante un examen matizado de sus dinámicas sociales.
No podemos trasladar plenamente las prácticas propias a la improvisación musical hacia los procesos judiciales, pero sí podemos tomar algunas de sus enseñanzas para nutrir estrategias emergentes en los segundos. Aunque ofrece una visión menos polarizada de la improvisación, el término “mediación” también se refiere al proceso desde el cual l_s trabajador_s sociales, l_s oficiales de la policía y l_s abogad_s interactúan con los distintos miembros de una familia para progresar hacia una resolución justa de sus problemas. La colectividad es un imperativo moral. Por su parte, el lenguaje, la autorreflexión y la cultura (frecuentemente invocada para diferenciarnos del resto de seres) son los efectos superficiales más tangibles que nos obligan a escucharnos, a sonarnos y negociar entre nosotr_s. La mediación, por lo tanto, puede ser un punto común a través del cual la improvisación musical y la justicia social pueden aprender la una de la otra y, al implicar una acción conjunta sin reglas más allá de las que se negocian, nos ofrecen un modelo para lograr construir una sociedad más justa e incluyente.
Notas
1. Puede ser una coincidencia que en alemán la palabra prozess se refiere tanto a un proceso tal y como lo entendemos en inglés, como a un juicio de audiencia o de la corte, pero lo dudo. (Nota del editor: Cabe notar que en el español pasa lo mismo que en el alemán).
2. Como improvisador musical y como alguien cuya práctica pedagógica incorpora cotidianamente la improvisación, mis perspectivas están mayormente influidas por la música. Mi participación en el simposio Just Improvisation en Belfast en 2015 (ver abajo para más información), sin embargo, me puso en contacto con practicantes de justicia social y esto, combinado con muchos años dirigiendo proyectos comunitarios que involucran la improvisación musical, han alimentado las conexiones potenciales que vislumbro entre ambos campos.
3. Un improvisador que nunca se haya sentido dominado, marginado o juzgado, sin embargo, es probablemente una criatura muy poco común. No es mi intención sugerir que los seres humanos son dominantes de los demás o generadores de marginación como algo inevitable, o que las grandes formas de opresión como el sexismo y el racismo son equivalentes a los celos profesionales o los juicios de gusto, pero no obstante qué tan idealista o aspiracional nos parezca una práctica cultural, las relaciones de poder de la cultura relacionada se manifiestan inevitablemente, particularmente dentro de formas sociales explícitas de hacer música, tal y como la libre improvisación.
4. Para Small, el concierto musical tal como existe en Occidente y la ideología que envuelve y estructura esta práctica social, asume el riesgo de desheredarnos de nuestro “derecho de nacimiento”: la capacidad humana básica para hacer música. Small dirige su crítica a lo que considera la reificación de la “Música con M mayúscula”, que supone la conversión de una actividad en un objeto. Musicar (“Musicking”), un término que Small propone, enfatiza que la música es ante todo un verbo, no un pronombre (2), e incluye en su haber muchas actividades (socialización pre-concierto, el golpeteo de los pies, etc.) que convencionalmente no son pensadas como “Música”.
5. El coloquio Just Improvisation: Enriching Child Protection Law Through Musical Techniques, Discourses, and Pedagogies fue realizado los días 29 y 30 de mayo del 2015 en el Sonic Arts Research Centre (SARC), Universidad de Belfast. Para revisar el discurso inaugural, ir al siguiente enlace: translatingimprovisation.com/portfolio/symposium.
6. En octubre de 2015, Denise McBride fue nombrada como jueza de la corte alta de Irlanda del norte.
7. Este abordaje fenomenológico de la música y el sonido también ha sido desarrollado por Voegelin (6-11).
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